miércoles, 22 de febrero de 2012

112) Viñetas cargadas de historia







VIÑETAS CARGADAS DE HISTORIA


Cuando yo era pequeño, a los cómics se les llamaba tebeos o historietas y, al contrario de lo que sucede hoy en día, no existían tiendas especializadas en las que poder comprarlos. En aquel entonces, los tebeos eran considerados, en el mejor de los casos, un mero género infantil, una muestra de cultura popular poco valorada, casi marginal.

Los chavales comprábamos los tebeos en los kioscos, al igual que los álbumes de cromos, y después de haberlos leído una y mil veces, los cambiábamos en el recreo del colegio, en los puestos del Rastro, o en lugares que no sabría muy bien como definir, parecidos a tiendas, pero que solían ser cuartuchos de entresuelo, en los que podías cambiar tus tebeos y cromos repetidos. El sistema funcionaba de la siguiente manera: tú ibas con los tebeos que ya no te interesaban y elegías entre  los que había de la misma colección u otra similar, el trato se cerraba entregando tu tebeo y un pequeño suplemento económico, que siempre era mucho más bajo de lo que costaba el tebeo en el mercado, por el ejemplar que te llevabas. De esta manera, por muy poco  dinero, podías ir leyendo todos los números de una serie y hacerte con los números que te faltaban en tu colección. Estos lugares desaparecieron a mediados de los ochenta, pero han quedado en mi recuerdo como espacios casi mágicos, una especie de oscuros bazares en los que podías encontrar auténticos tesoros.

Me encantaban los tebeos, especialmente los de aventuras con trasfondo histórico. El Capitán Trueno, el Guerrero del Antifaz y, muy especialmente, El Jabato, a pesar de ser personajes ya antiguos para mi generación, me seguían resultando interesantes; otro clásico que recuerdo con especial admiración es el Príncipe Valiente, de Harold Foster, me parecía increíble que pudiera dibujarse con tanta perfección y maestría, ¡impresionante!; los westerns como Gringo o Mac Coy, y las aventuras de brujería y espada, sobresaliendo entre todos aquellos personajes fantásticos, el creado por Robert. E. Howard, Conan el Bárbaro, del que pude disfrutar la que fue su época dorada, con guiones de Roy Thomas y dibujantes como John Buscema, Berry Smith o Gil Kane, que para mí, en aquel momento, eran los maestros incuestionable.

Fuera de estos géneros, me gustaban otros personajes como Flash Gordon, el Hombre Enmascarado, Tarzán, el Motorista Fantasma… y las historias de terror que aparecían en revistas como “Vampus”, “Creepy”, “Crrepshow” “Delta” o “Dossier Negro”, con sus páginas repletas de espectros, muertos vivientes, vampiros y licántropos. Y, por supuesto, los clásicos del humor de autores como los geniales Francisco Ibáñez o José Escobar, y personajes inolvidables como Mortadelo y Filemón, Rompetechos, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, el Botones Sacarino, o los disparatados inventos del Profesor Franz de Copenhague, creado por Ramón Sabatés, y que aparecían en la mítica revista “TBO”.

Por el contrario, los superhéroes, que siempre fueron las grandes estrellas de los tebeos, nunca me resultaron atrayentes. Tampoco el manga japonés, que en la década de los noventa saturó y dominó buena parte del mercado del cómic.

Tuve la suerte de ir creciendo al mismo tiempo que en España se vivía una auténtica revolución en  el mundo de  los tebeos. Aunque con bastante retraso, a nuestro país terminó llegando la renovación que desde la década de los sesenta habían experimentado los cómics a nivel internacional. Muchos creadores comenzaron a dirigir sus trabajos hacia un público adulto y el cómic se redescubría como un potente medio de expresión cultural, dejando los tebeos de ser considerados un producto exclusivamente infantil.

De esta manera, fueron apareciendo un buen número de publicaciones dirigidas a lectores adultos que abarcaban todos los géneros y estilos. Era la época de revistas como “Rambla”, “Tótem”, “El Víbora”, “1984”, “Cimoc”, “Epic”, “Cairo”; de dibujantes como Carlos Giménez, Luís García, Max, José Ortiz, M. A. Gallardo, Alfonso Font, J. M. Beà o Jordi Bernet; y de series y personajes como “Paracuellos”,  “Torpedo”, “Peter Punk” o “Makoki”. Gracias a estas revistas, además de a los principales autores españoles del momento, pude ir conociendo a los grandes maestros internacionales, entre los que sentía una especial predilección por Hugo Pratt, Moebius, Manara y Tardi.

Tampoco puedo pasar por alto las historietas que todas las semanas aparecían en la revista "El Jueves", con "Pedro Pico y Pico Vena", de Azagra, "Johnny Roqueta", de Vaquer&Tharrats, "El Profesor Cojonciano", de Oscar, o "Makinavaja" e "Historias de la Puta Mili", de Ivá, con los que pasé buena parte de mi primera adolescencia.

Y así, hasta hoy en día, en que el cómic, denominado el Noveno Arte, ha alcanzado una categoría y reconocimiento artístico que ya nadie cuestiona, habiendo encontrado su hueco, incluso, en algunos museos. Quizás, lo que ha perdido el cómic actual, es su faceta infantil, habiéndose volcado casi por completo hacia el público adulto, lo que es una actitud un tanto suicida para el género, pues dar la espalda al mercado infantil supone acabar con la posible cantera de futuros lectores adultos. Me imagino que esto se debe, en gran medida, a los cambios en los gustos y preferencias de la chavalería, pero lo considero una pena, porque recuerdo el enorme potencial que tenían los tebeos para la formación y aprendizaje cultural de la infancia. En mi caso concreto, por ejemplo, puede decirse que el primer contacto que tuve con la literatura, en gran medida, fue a través de los tebeos, con cuya lectura conocí por primera vez a autores como Verne, Stevenson, Swift, Dumas, Defoe, Twain, Salgari, Stoker, Poe… Algo parecido puedo decir de la Historia, a la que desde muy pronto me pude ir acercando a través de las viñetas de los cómics.

La guerra civil española, como no podía ser de otra manera, ha tenido también su hueco en el mundo del cómic.  En los últimos años han aparecido interesantes títulos, entre los que cabe destacar: “36-39 Malos Tiempos” de Carlos Giménez; “Nuestra guerra civil” de varios autores, “No pasarán” de  Vittorio Giardino. “Las serpientes ciegas”, de F. Hernández y B. Seguí; “El arte de volar”, de A. Altarriba; El ángel de la retirada”, de P. Roca y S. Dounovetz, entre otros muchos títulos que se han ido sumando a trabajos ya clásicos, como fue la serie monográfica que la revista “Cimoc” realizó en los años ochenta con guiones de Víctor Mora y en la que trabajaron diferentes dibujantes.

Pero sin duda, entre todos estos autores y trabajos que, de una manera u otra, han abarcado la guerra civil española, hay que hacer una mención de honor al maestro Antonio Hernández Palacios, fallecido, lamentablemente, en el año 2000.

Antonio Hernández Palacios nació en Madrid en 1921. Inició su formación pictórica en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid, donde recibió clases del maestro y académico Daniel Vázquez Díaz, junto a otros artistas como, Jorge Oteiza o Pedro Mozos. Como sucedió con tantos otros jóvenes de su generación, la guerra civil, en la que combatió en las filas republicanas, truncó su carrera y dio un giro drástico a su vida. Parece ser que ya durante la guerra realizó algún cartel de propaganda política, pero sería después de la contienda cuando aprovechó sus conocimientos en artes plásticas para intentar ganarse la vida a nivel profesional. De esta manera, tuvo una pequeña experiencia como historietista en la mítica editorial Valencia, la de “Jaimito”, “Pedro Alcázar y Pedrín” o “El Guerrero del Antifaz”, en la que dibujó, en 1943, un par de aventuras de un personaje llamado Capitán Centella. Pero la cosa no cuajó, y Antonio Hernández Palacios se abrió hueco como publicista, faceta en la que lograría cierto reconocimiento internacional, y como carterista de películas en algunos de los cines de la Gran Vía, hasta finales de los años sesenta, cuando, aburrido de trabajar para el sector publicitario, decide recuperar su faceta de historietista.

Antonio Hernández Palacios inicia su nueva andadura en 1970, en la recién creada revista “La Trinca”, pionera de su género en nuestro país, con el western “Manos Kelly” (1971-1984), y su primera incursión en el cómic histórico, “El Cid” (1971-1984), logrando un gran  reconocimiento por su talento como dibujante e ilustrador. El potente mercado francés se fija pronto en su trabajo, y en 1974 es contratado para dibujar la mítica serie de Mac Coy, el antihéroe confederado con el que lograría el éxito internacional, así como numerosos premios y galardones. La verdad es que, la obra de Antonio Hernández Palacios como dibujante de historietas, a pesar de contar con cerca de cincuenta años cuando decidió dedicarse de lleno a este género, y haber tenido mucho de autodidacta, es muy abundante y está llena de auténticas joyas del cómic, como “La paga del soldado” (1972), “Roncesvalles” (1980), otro cómic histórico de indudable calidad, o “Relatos del Nuevo Mundo” (1992).

Pero el trabajo de Hernández Palacios que más nos interesa para este blog, es el que realizó para la colección “Imágenes de la Historia”, de la editorial Ikusager, una serie de cómics sobre la guerra civil, con los personajes Eloy y Gorka como protagonistas. En el proyecto original, esta serie constaba de veinte volúmenes que recogían las aventuras y desventuras de estos dos personajes, desde el asedio del Alcazar de Toledo, en el verano de 1936, hasta la muerte de Eloy, convertido en combatiente de la División Leclerc, durante la liberación de París, en agosto de 1944. Lamentablemente, solo verían la luz cuatro volúmenes de la serie: “Eloy, uno entre muchos” (1979), “Río Manzanares” (1979), “1936, Euskadi en llamas” (1979) y “Gorka Gudari” (1987).

Recuerdo la primera vez que, siendo todavía muy pequeño,  puede ojear alguno de estos títulos. Hasta entonces, la guerra civil española solo la había podido imaginar en blanco y negro, ya que todas las fotografías e imágenes de reportajes que había visto sobre el conflicto carecían de color. En los cómics de Hernández Palacios, el realismo de sus dibujos y la fuerza de su estilo, aparecían en viñetas a color, y recuerdo perfectamente que aquello me impresionó.  Comprendo que hoy en día, en la era de la digitalización, la animación, el photoshop y los efectos especiales, resulte difícil (incluso ridículo) entender que unos dibujos coloreados pudieran causarme esas sensaciones, pero fue así, algo parecido (salvando las distancias) a lo que me pasaría pocos años después con algunas películas y series televisivas sobre la guerra civil.

Los cómics de Antonio Hernández Palacios sobre la guerra civil son pequeñas obras de arte. Una crónica bien documentada de aquellos días bélicos, con un excelente dibujo realista y una cuidada impresión a todo color.

En el prólogo del primer álbum, el autor nos advierte de que Eloy, el protagonista de la serie (al que posteriormente se uniría Gorka), está inspirado en una persona real que el dibujante tuvo ocasión de conocer en el Jarama, aunque convenientemente recreado con datos imaginarios. El Eloy real que el autor conoció durante la guerra era un jovencísimo teniente vasco del Ejército Popular de la República que, tras la batalla de Brunete, decidió incorporarse a las fuerzas  aéreas, siendo derribado en el frente andaluz en1937, aunque consiguió cruzar las líneas enemigas y seguir combatiendo en las filas republicanas, hasta que en enero de 1939, la retirada de Cataluña le condujo a los campos de internamiento franceses. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, este teniente se incorporó a la Resistencia francesa, resultando muerto en los combates por la liberación de Paris, en agosto de 1944.

Conociendo la historia real que inspira al protagonista del cómic, las palabras con las que el autor presentaba a su protagonista, adquieren un significado especial:

“Eloy es un joven cualquiera de aquellos que lucharon y murieron sin que su nombre fuera recordado. Uno más de aquellos soldados desconocidos”.

Como dato curioso, señalar que el prologo de la segunda edición (1983), corrió a cargo, nada más y nada menos, que de Ramón Salas Larrazábal. Lamentablemente, estos cómics están totalmente descatalogados y no son fáciles de encontrar. Estaría muy bien que volvieran a ser editados, pero de momento no parece factible. Quien tenga curiosidad en echar un ojo a los dos primeros números puede hacerlo pinchando sobre los títulos que aparecen a continuación:


Pero antes, recomiendo leer el siguiente texto, en el que el propio Antonio Hernández Palacios reflexiona sobre su trabajo:

“Es un trabajo divertido y apasionante, peor duro, el resucitar gentes que fueron, imaginando su entorno en un intento de reconstrucción visual. Analizar su tiempo y circunstancias leyendo todo lo escrito sobre lo que tratamos de recuperar del olvido, para ponerlos de nuevo de pie, con una imagen creíble y adecuada.

Pero no basta leer. Hay que digerir lo leído para encontrar la forma de transmitirlo gráficamente en una sucesión de viñetas que harán de nuestro lector un analista visual de cada página. Ese análisis iconográfico es imprescindible si se desea disfrutar de esta suerte de narración dibujada, ya que hay detalles en una viñeta, nunca caprichosos, que unos verán y otros no. Todo un clima que intenta contarnos cosas, reforzado por los textos en bocadillos o globos, la palabra de nuestras gentes o las apoyaturas escritas para aclarar conceptos que la imagen nos propone.

Una narración inventada, pero casi siempre nacida en el pasado, en la historia, en lo ya sucedido y casi siempre olvidado. A veces, en el más documentado trabajo biográfico se producen lagunas que los historiadores no han podido salvar. Nada nos impide tapar esos huecos con imaginación, en una emocionante pirueta de la que casi siempre carecen austeros y voluminosos libros de historia. Creo que hasta podríamos hacer digerible la interminable nómina de los reyes godos, siempre evitando la pretensión de dar gato por liebre.”
(A. Hernández Palacios, “Gato por liebre”, “Cómics. Clásicos y Modernos” (El País), Promotora de Informaciones S. A., Madrid, 1988, p.160).

En fin, creo que en este escrito me he dejado arrastrar demasiado por una de las pasiones que me han acompañado desde siempre: los tebeos, historietas o cómics (que cada cual elija el nombre que más le guste), y quizás, me he salido un poco del tema principal sobre el que gira este blog, pero, al mismo tiempo, creo que es interesante comprobar como hay múltiples y muy variadas formas para acercarse al conocimiento y estudio de los tiempos pasados y de la Historia.

Sin ninguna duda, el potencial del cómic en este sentido, puede llegar a ser tan ilimitado como apasionante.

JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ

NOTA: AGRADECIMIENTO ESPECIAL A INÉS POR FACILITAR, A TRAVÉS DEL FORO DE GEFREMA, LOS ENLACES A LOS DOS CÓMICS DE HERNÁNDEZ PALACIOS QUE AQUÍ APARECEN

Fotografía 1: Antonio Hernández Palacios
Fotografías 2, 3, 4 y 5: Viñetas de Hernández Palacios.

miércoles, 1 de febrero de 2012

111) El padre Huidobro





EL PADRE HUIDOBRO

No todo el mundo lo sabe, pero la actual carretera de La Coruña, desde Puerta de Hierro hasta el kilómetro 15, donde comienza el término municipal de Las Rozas, recibe el nombre de Avenida del Padre Huidobro. Esta denominación, que data de finales de los años cincuenta, está íntimamente relacionada con la guerra civil, y la historia que hay detrás del personaje que da nombre a este tramo de la A-6, bien merece que nos detengamos un poco en ella.


Fernando Huidobro Polanco nació en Santander un 10 de marzo de 1903, en el seno de una familia de profundas convicciones católicas.  Su infancia y adolescencia van a estar marcadas por diferentes traslados. El primero de ellos se produce en 1908, cuando Fernando junto a sus padres y sus ocho hermanos, se trasladó a Melilla, ya que su padre, José Huidobro y Ortiz de la Torre, ingeniero de caminos, canales y puertos, fue elegido por la Compañía Transatlántica para dirigir la construcción del nuevo puerto de aquella ciudad. El segundo traslado familiar se produce en 1911, en esta ocasión a Madrid, donde Fernando completará su formación escolar e iniciará el Bachillerato.


En su última etapa de bachiller, Fernando Huidobro decide ingresar en la Compañía de Jesús, iniciando así su carrera sacerdotal, la cual, compaginará con una intensa formación académica y universitaria en diferentes centros, tanto de España como del extranjero, destacando por sus excelentes calificaciones y resultados académicos.


Pero la década de los años treinta va a empezar mal para los jesuitas, ya que el 23 de enero de 1932 el Gobierno de la Segunda República Española decreta la disolución de la Compañía, así como la incautación de sus bienes. Fernando Huidobro se instala en Bélgica y en abril de 1933 sube al diaconado en Holanda,  celebrando su primera misa en agosto de ese mismo año. Como puede suponerse, durante aquellos años, el padre Huidobro manifestó un claro rechazo a la República Española, escandalizado, como tantos otros católicos de su época, por las políticas de carácter laico y las reformas puestas en marcha por el nuevo régimen, así como por las explosiones de anticlericalismo que se manifestaron en diferentes puntos del país.


El inicio de la guerra civil en julio de 1936, sorprenderá al padre Huidobro en Bélgica, que verá con buenos ojos la sublevación protagonizada por parte del ejército, planteándose seriamente, el trasladarse a España para asistir espiritualmente a los soldados que combatían contra la República.


A finales de agosto de 1936 recibe autorización de los superiores de su orden para regresar a España y, tras una breve estancia en Pamplona y Valladolid, llega al cuartel general de los rebeldes en Cáceres, consiguiendo, tras entrevistarse directamente con Franco y con Yagüe, ser aceptado como capellán del Tercio, ingresando el 8 de septiembre de 1936 en la 4ª Bandera de la Legión, que en aquellos momentos se encontraba en Talavera de la Reina.


No es difícil imaginar la sensación que el padre Huidobro, sacerdote, idealista e intelectual, debió  de causar entre los aguerridos y rudos legionarios. Sobre este aspecto se ha escrito ya bastante literatura, por lo que no me extenderé demasiado en ello. Baste decir, que los principios no fueron nada sencillos para un jesuita preocupado por los aspectos espirituales y morales de unas tropas de choque que progresaban a marchas forzadas y sin dejar de combatir hacia Madrid.


No todos los “novios de lamuerte” aceptaban de buena gana los sermones morales que el capellán les dirigía contra el juego, la bebida, las blasfemias, las prostitutas o sobre la necesidad de que confesaran sus pecados y faltas, pero el padre Huidobro no se desanimó, e intentó desarrollar su labor de capellán castrense a pesar de todo y de todos. Poco a poco, su perseverancia y el compartir las mismas penurias y peligros que soportaban los soldados (por ejemplo, en noviembre del 36 sería herido de gravedad en el frente de la Casa de Campo), fueron dando sus frutos, ganándose cierto respeto y consideración entre la tropa.


Pero, más allá de estas dificultades, lo que más intensamente preocupó al padre Huidobro como capellán de una unidad de combate, fueron las atrocidades que, muchas veces, las columnas rebeldes cometían con los prisioneros de guerra y la población civil en su avance hacia Madrid. Desde el primer momento, el capellán de la Legión comenzó a manifestar su rechazo y preocupación por unas prácticas que consideraba innecesarias y contrarias al verdadero espíritu que debía de inspirar la causa de los sublevados. Esta postura de Huidobro contrastaba con la que había mantenido unos meses antes, cuando aun se encontraba en Bélgica, respecto a episodios tales como la matanza de Badajoz, los cuales, vistos desde la distancia,  le habían parecido un hecho aislado impulsado por las atrocidades cometidas previamente por los republicanos.


En España, convertido en observador directo de lo que suponía realmente una guerra, el padre Huidobro procuró mantener una postura activa y decidida frente a muchas de las atrocidades que cometían sus soldados. Más de una vez, intentó evitar fusilamientos arbitrarios y se esforzó por frenar los diferentes abusos que, muchas veces, recibían los prisioneros y heridos, teniéndose que encarar en ocasiones con soldados y oficiales. Por supuesto, esa actitud del capellán no fue entendida ni bien recibida por todos, lo que generó ciertas tensiones y le ocasionó algunas enemistades.


A principios de octubre de 1936, al poco de ser tomado Toledo por las tropas de Franco, el padre Huidobro decide transmitir sus preocupaciones a las autoridades militares y al Cuerpo Jurídico Militar a través de dos escritos. En uno de ellos, titulado “Sobre la aplicación de la pena de muerte en las actuales circunstancias. Normas de conciencia.”, se manifestaba abiertamente contrario a “la guerra de exterminio que algunos  preconizaban”, considerando que:


“Toda condenación en globo, sin discernir si hay inocentes o no en el montón de prisioneros, es hacer asesinatos, no actos de justicia… El rematar al que arroja armas o se rinde, es siempre un acto criminal… Los excesos que personas subalternas hayan podido ejecutar están en contradicción manifiesta con las decisiones del Alto Mando, que ha declarado  muchas veces querer el castigo de los dirigentes, y reservar a las masas seducidas para un juicio posterior, en el que habrá lugar a la gracia.”
(Reproducido en Preston, P. “El holocausto español”, Debate, Barcelona, 2011, p.455.)


En otro de sus escritos, Huidobro escribía:


“El procedimiento que se sigue está deformando a España y haciendo que en lugar de ser pueblo caballeroso y generoso, seamos un pueblo de verdugos y soplones. Tales cosas van sucediendo que a los que hemos sido siempre españoles por encima de todo, nos va dando ya vergüenza de haber nacido en esta tierra de crueldad implacable y de odios sin fin.”
(Ibíd.)


Huidobro distribuyó estos escritos y otros similares entre numerosos oficiales y capellanes, lo que generó un fuerte revuelo, no exento de indignación, rechazo y enojo por las denuncias del capellán, pero éste, no desistió de su empeño y a mediados de noviembre de 1936, en plena batalla de Madrid, hizo llegar sus críticas a Castejón, Yagüe y Varela, de los que solo obtendría, en el mejor de los casos, algunas buenas palabras, y, no satisfecho con esto, decidió dirigirse directa mente a Franco, a través de una carta en la que podía leerse:


“Así, se procede a fusilar sobre el campo de batalla todo prisionero de guerra, sin considerar si fue tal vez engañado o forzado y si tiene el discernimiento suficiente para conocer la maldad de la causa que defiende. Es ésta en muchos días una guerra sin heridos ni prisioneros. Se fusila a los prisioneros por el mero hecho de ser milicianos, sin oírlos ni preguntarles nada. Así están cayendo sin duda  muchos que no merecen pena tan grave y que podrían enmendarse y ese es el convencimiento de los mejores soldados.”
(Ibíd. p. 456.)


El valor, coraje, convicción o ingenuidad del padre Huidobro (quizás un poco de todo ello), continuaron manifestándose en diferentes escritos y documentos que el capellán intentó hacer llegar a las más altas autoridades militares, sin que sus denuncias recibieran apenas atención, hasta el 11 de abril de 1937, cuando el padre Huidobro pierde la vida en el sector de la Cuesta de las Perdices, en el transcurso de la ofensiva republicana conocida como “Operación Garabitas”.


El padre Huidobro, incómodo personaje para unos, abnegado y querido capellán de la Legión para otros, al morir en la primera línea de fuego mientras cumplía con su deber, terminó siendo honrado por todos sus compañeros de armas, que lo convirtieron en un símbolo y ejemplo de compromiso y sacrificio. Este es el motivo por el que un tramo de la actual carretera de La Coruña recibe su nombre, existiendo un monolito de granito con lápida levantado en su memoria en el kilómetro 8,6. Se supone que este monumento se encuentra en el lugar exacto en el que murió el capellán, pero dudo mucho de la veracidad de este dato, puesto que no se ajusta adecuadamente con la disposición exacta que tenía el frente en este sector en abril de 1937. Por otra parte, es casi seguro que alguna de las diferentes ampliaciones y reformas que ha experimentado la A-6, haya obligado a cambiar la ubicación originaria del monolito. Sea como sea, todos los años se realiza un pequeño acto de homenaje en el que se coloca una corona de laureles en dicho lugar.


Pero la historia no termina aquí, porque en 1947 la Compañía de Jesús, a la que Huidobro había pertenecido, decidió iniciar el proceso para su canonización y beatificación. La causa se puso en marcha, pero en el transcurso de la misma, los investigadores del Vaticano llegaron a algunas sorprendentes averiguaciones sobre las circunstancias en las que había fallecido el Padre Huidobro, que hicieron archivar el proceso.


Oficialmente, el capellán de la Legión había muerto por la explosión de un proyectil ruso del calibre 12, 40 (llama la atención la precisión del dato) mientras intentaba asistir a los soldados de su unidad en medio del fragor de la batalla. Pero las conclusiones a las que llegaron las investigaciones emprendidas por el Vaticano,  llevaron a la conclusión de que el capellán no había muerto por efecto de la metralla enemiga, sino a causa de un disparo por la espalda efectuado por un soldado de su propia unidad. Esta información la recoge Paul Preston en su libro “El holocausto español”, al que ya hemos hecho referencia anteriormente. Según indica el historiador británico en la página 760 del libro, estos datos figuran en la documentación que sobre el proceso de beatificación de Huidobro existe en los Archivos de la Compañía de Jesús.


Sea cual sea la verdadera causa de la muerte del padre Huidobro, no termino de entender porque se paralizó su proceso de beatificación. Al margen de que uno sea creyente o no, desde un punto de vista objetivo, las circunstancias de la muerte del padre Huidobro, en cualquiera de sus dos versiones, no deberían de desmerecer los supuestos méritos del personaje…

… o sí.


JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ

Fotografía 1: Fernando Huidobro Polanco.
Fotografías 2 y 3: Monumento del Padre Huidobro en la A-6 (JMCM)


110) Ruta Gefrema en La Marazuela



RUTA GEFREMA EN LA MARAZUELA


El pasado domingo 29 de enero de 2011, Gefrema volvió a organizar una ruta por el municipio de Las Rozas (y ya van cinco), con José Ignacio Fernández Bazán, Guillermo Poza Madera y Javier M. Calvo Martínez, como guías de la misma.

Este año, la ruta comenzó en la estación de cercanías de Las Rozas, visitando la Colonia de Santa Ana y el Cerro de la Paloma, es decir, los mismos lugares en los que, durante la guerra, quedaron establecidas las primeras líneas de fuego franquistas en este sector del frente.


A continuación, la ruta continuó su recorrido visitando los restos de fortificaciones republicanas que existen en la zona de El Arenalón, algunas de ellas dentro del área protegida del parque regional de la Cuenca Alta del Río Manzanares.

Como otros años, los asistentes a la ruta de Gefrema, además de disfrutar de un agradable paseo, pudimos compartir conocimientos e impresiones respecto a los restos visitados y a los sucesos que durante la guerra acontecieron en esos mismos lugares.

Esperamos poder seguir realizando actividades de este tipo, con el fin de contribuir al conocimiento y preservación del patrimonio histórico y arqueológico relacionado con la guerra civil.

Como siempre, queremos dar las gracias, tanto a los asistentes, como a los organizadores de la ruta.


PROYECTO FRENTE DE BATALLA

Fotografía de Guilpomad