lunes, 27 de agosto de 2012

117) ¡Brunete! (2ª parte)





¡BRUNETE! (SEGUNDA PARTE)
En la anterior entrada  veíamos, a través de los testimonios de algunos de sus protagonistas, como fue el inicio de la ofensiva que el Ejército Popular de la República desencadenó en el oeste de Madrid en el verano de 1937. La sorpresa inicial permitió a los republicanos infiltrarse en territorio enemigo, ocupando el pueblo de Brunete con relativa facilidad. Pero la decidida resistencia que mostraron las guarniciones franquistas en lugares como Los Llanos, Villanueva de la Cañada y Quijorna, supondría un importante contratiempo para los mandos republicanos, los cuales, mostraron una gran indecisión y falta de iniciativa para afrontar los contratiempos e imprevistos que fueron surgiendo a lo largo de la ofensiva. Algo que contrastaría con la actitud que en los primero y más críticos momentos mostraron los diferentes oficiales del Ejército Nacional que se encontraban al mando de las guarniciones de la primera línea y de la retaguardia más inmediata a la zona de combates.
Veamos como recordaba un oficial del Cuartel General que la 11 División del Ejército Nacional tenía instalado en Boadilla del Monte, los confusos y tensos momentos en los que empezaron a llegar las primeras noticias del ataque republicano:
“Los primeros momentos fueron espectaculares. Todo parecía que se había roto, que se había trastocado. Nuestro frente había sido perforado y el enemigo había penetrado profundamente sin disparar un tiro. No funcionaban nuestras transmisiones y vivíamos del rumor, o, mejor dicho, no vivíamos, porque si bien parecía que nuestras posiciones no habían caído, sin embargo, por allí andaban los rojos, por nuestra retaguardia (…) La preocupación nuestra, en vista de todo esto, era impedir que la brecha se agrandara (…) ¿Qué podíamos hacer? Pues dos cosas imprescindibles. Primero, la más urgente: cerrar el paso hacia Boadilla en previsión de que los de Brunete o los de las dos Villanuevas se nos echaran encima. Segundo, la más importante: impedir que los quince o veinte mil hombres que no emplearon en la brecha de Brunete se dedicaran a abrir más la bolsa. Es decir, que la bolsa fuera solo de Brunete y no de Boadilla y Villaviciosa además.
Y, así, el mismo día 6, mandamos a la línea de alturas que hay al oeste de Boadilla, y que domina el río, todo lo que pudimos reunir. No era mucho, pero el peligro de ataque tampoco era inminente. Se trataba de poner allí algo, de establecer una cortina de fuego, por ligera que pudiera ser. Luego, ya veríamos de reforzarla, completarla y darle profundidad.  (Oficial de la 11 División del Ejército Nacional destinado en Bodilla del Monte).
Un sargento del Ejército Nacional destinado en Villaviciosa de Odón recuerda también aquellos primeros momentos:
“El 6 de julio cayó martes. Nos despertó un fuerte ruido de explosiones que provenían del oeste. Subí a la torre del castillo y, al poco rato, llegó el capitán y un alférez provisional que mandaba un par de secciones de Pontoneros. El horizonte, desde Navalcarnero, al sudoeste, hasta Villanueva de a Cañada, al noroeste, estaba como en llamas. Se elevaban grandes columnas de humo (…) En el pueblo, la gente se arremolinaba con inquietud creciente. Algunos paisanos andaban cargando sus carros con los enseres que podían caberles (…) Cuando volvieron los oficiales, ordenaron que el castillo se pusiera en estado de defensa. Yo salí a reunir la gente y nos pusimos a rellenar sacos terreros para cubrir las ventanas del piso bajo. Los de Pontoneros se habían venido al castillo también, después de hacer una descubierta hasta el arroyo de la Vega, por la mañana, a las órdenes de su alférez.
El día 7 siguieron llegando refuerzos. Por la mañana llegaron una columna de municiones y una serie de unidades de Sanidad, con sus mulos, sus camilleros y sus señoritas enfermeras. Por la tarde llegó un batallón de gallegos que se fue al frente sin casi poner los pies en el suelo.
La defensa del pueblo quedó en manos de unos doscientos hombres, de los cuales, casi la mitad carecían de armamento y desconocían lo más elemental de la instrucción para el combate. Pero nuestro trabajo no puede decirse que fuera estéril. Con más o menos dificultades, el pueblo se puso en estado de defensa y, lo que es más importante, se montaron todos esos órganos de servicios que hacen posible que las tropas de primera línea combatan y venzan al enemigo.” (Sargento del Ejército Nacional destinado en Villaviciosa de Odón).
Como vemos, las guarniciones franquistas, a pesar de la sorpresa inicial, reaccionaron rápida y adecuadamente, improvisando unidades con las que intentar, en espera de la llegada de más refuerzos, cerrar el paso a las fuerzas republicanas. El mismo sargento que anteriormente nos describía como se vivieron los primeros momentos en Villaviciosa de Odón, nos cuenta ahora como fue enviado al frente enrolado en una de esas improvisadas unidades:
“El caso es que, en el amanecer del día 8, fui llamado por el alférez de Pontoneros y recibí orden de reunir los hombres que pudiera. Junté hasta veinte y me presenté con ellos en el castillo. Les dieron un fusil, 150 cartuchos a cada uno y nos pusimos en movimiento. Nos mandaba el alférez.
Salimos por el camino de Boadilla, pero, al llegar al arroyo de la Vega, en vez de continuar por el camino que tomaba a la derecha, seguimos de frente por una vereda. La vereda se encaramaba suavemente a los cerros que dominan el río Guadarrama por el este. Nuestro destino era una loma suave que tenía al frente un resalte de menor altura, y, a retaguardia, una colina alargada. Nuestra misión, por lo que nos explicó nuestro nuevo jefe, era impedir el paso del enemigo hacia Villaviciosa, de la que distábamos unos tres kilómetros (…)
De la parte de Brunete llegaba el incesante estruendo del combate. Más al norte, se luchaba en la parte de Villafranca. Entre ambos puntos se veía el humo del ataque a Quijorna. La sensación que me daba todo aquello era de aislamiento y de peligro. A nuestra derecha, el terreno subía hasta el vértice Mosquito. A la izquierda bajaba suavemente hasta caer al arroyo de la Vega, como a unos dos kilómetros (…) Cavamos como pudimos unos menguados pozos de tirador. Era poco, pero era algo.” (Sargento del Ejército Nacional destinado en Villaviciosa de Odón).  
Otro soldado del 75 Batallón del Regimiento de la Victoria, nos deja testimonio de como, bajo las órdenes del teniente coronel Álvarez Entrena, su unidad avanzó desde Villaviciosa de Odón hasta la Loma Quemada, frente al pueblo de Brunete, para intentar fijar allí al enemigo:
“Cayó la noche del día 6 de julio. ¡Cacho, qué día! ¡Y toda la noche y todo el otro día! Si no la casqué entonces es que ya no la casco nunca.
No te puedes hacer una idea de lo que es ir avanzando hacia un sitio donde sabes que va a haber leña. Y nada, sin saber cuando te la vas a encontrar ni dónde. Cada recodo del camino, cada hondonada, cada grupo de árboles, una sospecha de emboscada. Y seguir por la carretera que cada vez parecía más peligrosa, más a propósito para que nos atacaran (…) Y,  a todo esto, un tiroteo de miedo por todas partes y la aviación bombardeando a base de bien por la parte de abajo, tanto, que se veían las nubes desde la carretera. Y mucho ruido, mucho, que venía de más allá del río, del sitio a donde nos dirigíamos (…)
Por fin pareció que habíamos llegado. Hicimos alto los que íbamos en cola, y vi que las compañías de cabeza se iban desplegando a un lado y otro de la carretera subidos a unos altos. ¡Malo! (pensé); eso es que los jefes han visto algo y va a empezar en seguida la marimorena.
Y en efecto (que uno ya llevaba un año de guerra) empezaron los tiros. Al principio, pocos, espaciados. Por encima de nuestras cabezas silbaron algunas balas. Luego, se fueron haciendo más seguidos. Nos desplegaron hacia la derecha. Había que subir una cuesta, hasta una calva pelada. Allí entramos en posición.
Me quedé tieso. Enfrente se veía Brunete. Una birria de pueblo. Pero aquello era un hormiguero humano. Había gente para parar un tren. Y también tanques y caballos. Aquello debía de ser una División. ¡Anda, que como vinieran! (…) Y (ya se sabe en estos caso), lo primero, cavar aunque sea con las uñas y aunque no sea más que para diez minutos.” (Soldado franquista del 75 Batallón del Regimiento de la Victoria).
Salvo Brunete, que cae en los primeros momentos de la ofensiva republicana, el resto de posiciones que son atacadas resisten con eficacia y obstinación. Mientras, van llegando unidades más o menos improvisadas desde la retaguardia franquista con las que se refuerzan al resto de guarniciones del sector y se ocupan nuevos puntos desde los que intentar frenar la progresión republicana. Las escaramuzas y las pequeñas acciones de combate, algunas de las cuales adquirirían una violenta intensidad, se suceden por toda la línea de contacto que, poco a poco, se va definiendo en las primeras horas de ofensiva. Un buen ejemplo de estos primeros combates se producirá en la casilla de peones camineros ubicada a tres kilómetros al sur de Brunete. Francisco Moral, soldado franquista del 73 Batallón de Toledo, participó en aquella lucha:
“El día 6 de julio salimos de Seseña a Sevilla la Nueva empezando la llamada Batalla de Brunete. Aquello fue una carnicería. Había una caseta en un cerro que la tomábamos veinte veces nosotros y otras tantas los rojos, todos los días. Para que nuestra aviación no nos bombardeara colocábamos unas sábanas para que las vieran desde los aviones. Primero mi puesto fue de camillero y a partir de julio del 37 ocupé ser enlace a las órdenes del Comandante Jefe del batallón, Don Teodoro Arredonda. Este puesto o destino lo ejercí doce días pues el 18 de julio de ese mismo mes fui herido por arma de fuego enemiga. Desde ese momento no paro de buscar al que me hirió para darle un abrazo porque me libró de que me mataran. Me hicieron la primera cura debajo del puente de la carretera que conduce a Brunete.” (F. Moral, soldado del 73 Batallón de Toledo).
La rápida reacción de los mandos franquistas, que, sin conocer suficientemente la situación, decidieron salir con lo que pudieron reunir al encuentro del enemigo, sumado a la indecisión mostrada por los mandos republicanos en los primeros momentos, tendría una enorme importancia en el posterior desarrollo de la batalla. Las guarniciones franquistas se enquistaron en sus posiciones con la decisión de resistir a toda costa. Un ejemplo de estas “Resistencias Decisivas”, fue la protagonizada por el teniente coronel Álvarez Entrena y sus hombres en la Loma Quemada, frente al pueblo de Brunete. Un soldado franquista, observador directo de aquellos combates, recordaba años después:
“Delante de nosotros ya había empezado la función (…) Desde donde estaba con el capitán, pude ver la operación muy bien. Los de la Compañía subían al cerrete, donde iban entrando en posición.  Delante de nosotros y, a la izquierda, sobre otra altura se veían dos hombres. El capitán dijo que eran el jefe de la columna, un teniente coronel que se llamaba Álvarez Entrena, y un teniente de nuestro Batallón (…) El combate empezó en seguida (…) Los primeros en acercarse iban derechos al cerro más alto donde estaba la 1ª Compañía. Pero se detuvieron como a mitad de camino. Entonces empezaron a tirar cañonazos contra los del cerro. Eran los tanques que yo había visto a la salida del pueblo (…) Pero los rojos se veía que no estaban de broma. Los cañonazos de los tanques fueron haciéndose  más seguidos, y con ellos un fuego intenso de fusil y ametralladora que empezó a producir algunas bajas (…) El tiroteo se fue formalizando, pero los rojos no se decidían a un ataque fuerte: debían de tener miedo de que fuéramos muchos más.
(…) Contra la tierra se estrellaban miles de proyectiles que levantaban nubes pequeñitas de polvo (…) Los rojos empezaban a subir la cuesta para llegar al asalto. Las ametralladoras tiraban al bulto (…) Los rojos seguían subiendo, aprovechando las partes a cubierto, que eran pocas, pero que las había. Yo me metí en faena con mi fusil, un mejicano, más malo que la madre que lo parió, que me daba la lata con la uña extractora, que no agarraba bien el culote del cartucho. Pero ya he dicho que era buen cazador y sabía tirar, así que me busqué un buen puesto de tiro y, como cuando andaba a la espera de los conejos, tío que aparecía por mi lado, tío que doblaba la servilleta.
(…) ¡La que se armó! De pronto vimos una masa que avanzaba en nuestra dirección. Pero una masa grande y cerrada como la langosta. Empezaban a subir por las laderas. Llenaban las pequeñas vaguadas y ennegrecían los lomos de las tierras de labor. Allí se le encogía el ombligo al tío más templado. Si seguían avanzando así, nos copaban. Eran muchos, lo menos dos batallones, que venían de frente. Cerca de mí, una Saint-Etienne tiraba segando filas. Los proveedores no daban abasto. Un poco más allí, un fusil ametrallador de marca belga hacía fuego de frente. Todos los hombres estaban ocupados en rechazar el ataque. Sin embargo, la presión era fuerte. El enemigo, por la parte izquierda, que era por donde menos cuesta había, logró acercarse a nuestras líneas a la distancia del alcance de las bombas de mano. Algunos muchachos debieron de sentirse cogidos y empezaron a perder terreno hacia atrás. Fue un momento de mucho peligro que estuvo a punto de cargarse la línea, y, con ella, seguro, la posición. (Soldado franquista del 75 Batallón del Regimiento de la Victoria).
En algunos de estos primeros combates, el coraje con el que atacaban los unos, y la obstinada decisión de resistir a toda costa que mostraban los otros, provocarían terribles luchas cuerpo a cuerpo, de cuyos efectos nos deja testimonio un alférez provisional de un batallón franquista:
“En la noche, alumbrada siempre por el fuego de las armas, se produjo una vez más el lúgubre espectáculo de la recogida de bajas. Mis gallegos ayudaron en la operación. El número de muertos era elevado. Había ramales de trincheras en los que los cadáveres, a veces de los dos bandos, se amontonaban en una trágica mezcla. El atacante había lanzado uno de sus golpes más duros y había tratado de llevarlo hasta sus últimas consecuencias. En algunas partes de la línea se había producido el acto final del ataque, el asalto, esa terrible operación que consiste en desalojar al enemigo de su posición en un combate sin cuartel, de hombre a hombre, combate en el que todo vale, en el que la muerte de los que se oponen es la única salida honorable. En casos como este, los muertos superan a los heridos. Generalmente no hay prisioneros porque la rabia ciega a los hombres y sólo la aniquilación del que está en frente es garantía de supervivencia.” (Alférez provisional del Batallón 191, agregado a la 13 División del Ejército Nacional al sur de Brunete).
Eran los primeros momentos de la Batalla de Brunete y, combates como los aquí narrados, no eran más que el trágico preámbulo de unas terribles y largas jornadas de muerte y destrucción.
FIN DE ¡BRUNETE! (SEGUNDA PARTE).
CONTINUARÁ…
JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ.
Fotografía 1) Palacio de Boadilla del Monte, Cuartel General de la 11 D. del E. N. (JMCM,2011).
Fotografía 2) Loma Quemada, posición defendida bajo las órdenes de Álvarez de Entrena (JMCM, 2012).
Fotografía 3) Campo de batalla (JMCM, 2012).

domingo, 5 de agosto de 2012

116) ¡Brunete! (1ª parte)



¡BRUNETE! (PRIMERA PARTE)

El pasado mes de julio se ha conmemorado el 75º aniversario de la batalla de Brunete, una batalla que podría haber variado el rumbo de la Guerra Civil, pero que acabó convirtiéndose en un terrible choque de desgaste entre dos ejércitos que demostraron una increíble capacidad de resistencia y sacrificio.

En apariencia, esta ambiciosa operación militar estaba brillantemente planteada por parte de los republicanos. El grueso de las fuerzas franquistas se encontraba en el frente norte, y el lugar elegido para desencadenar la ofensiva, al oeste de Madrid, era un frente poco definido, con abundantes huecos en las líneas enemigas y unas guarniciones, teóricamente, insuficientes para hacer frente a semejante ataque. Además, esa zona era el punto de enlace entre el I CE (Yagüe) y el VII CE (Varela), un punto débil, con defensas poco sólidas y escasa fortificación. Nada más y nada menos que tres Cuerpos de Ejército iban a entrar en acción: el Vº CE, al mando de Modesto, con las Divisiones 11 (Líster), 35 (Walter) y 46 (El Campesino); el XVIII CE (mandado primero por Jurado y después por Casado), integrado por las Divisiones 10 (Enciso), 15 (Gal) y 34 (J. Mª Galán), que, junto a las Divisiones 45 (Kleber) y 39 (Durán) como reservas, constituían el llamado Ejército de Maniobra; y el II CE bis, o Ejército de Vallecas, mandado por Romero, y formado por las Divisiones 4 (Bueno) y 24 (Gallo), que actuaría desde sus bases sobre el sector Villaverde-Usera y la carretera de Extremadura.

Unos 90.000 hombres encuadrados en 11 Divisiones y 28 Brigadas, que contaban con el apoyo de unos 150 aparatos (entre cazas, bombardeos, aviones de asalto y reconocimiento), 175 blindados y 217 piezas artilleras de diferentes calibres.

El objetivo propuesto consistía en una operación envolvente sobre las tropas enemigas que cercaban la capital para, una vez aisladas de sus bases y retaguardia, aniquilarlas, logrando así alejar el frente varios kilómetros de la capital. Las fuerzas del Ejército Nacional que iban a recibir el principal embate republicano estaban constituidas por la 71 División (Serrador), desplegada desde Somosierra hasta el río Guadarrama, y la 11 División (Iruretagoyna), que cubría el frente desde el río Guadarrama hasta la carretera de Extremadura. A lo largo de la batalla, estas unidades recibirían abundante apoyo de otras fuerzas procedentes, mayoritariamente, del frente norte, lo que supuso un pequeño respiro para las fuerzas republicanas de aquel teatro de operaciones. Todos los medios aéreos y terrestres de la Legión Cóndor alemana fueron enviados a la bolsa de Brunete, logrando en pocos días, junto a la aviación del Ejército Nacional y la italiana, el predominio aéreo, lo que tendría una enorme trascendencia en el desarrollo de la batalla. Una vez neutralizado el avance republicano en Brunete, y aprovechando la importante concentración de fuerzas que habían acudido al frente madrileño, Franco intentaría desarrollar una ambiciosa contraofensiva que, tras jornadas de durísimos combates, se vería frenada por una correosa resistencia republicana.

No quiero aquí entrar en el desarrollo de esta batalla, ni analizar los aciertos, errores y consecuencias que ésta pudo suponer para cada uno de los ejército enfrentados, temas muy estudiados ya en diferentes trabajos, de los cuales, para todo aquél que quiera conocer el tema, recomiendo: “Brunete”, Casas de la Vega, R., Caralt, Barcelona, 1976; “La ofensiva sobre Segovia y la batalla de Brunete”, Martínez Bande, J. M., Edit. San Martín, Madrid, 1972; “Hª del Ejército Popular de la República”, Salas Larrazábal, R., La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, o, “La batalla de Brunete”, Montero Barrado, S., Raíces, Madrid, 2010., en los que podrá encontrarse amplia información sobre despliegue de unidades, combates, mapas, evolución de las operaciones, etc.

Lo que me propongo con esta entrada (y otras sucesivas) es acercarme un poco al aspecto que podríamos definir como más humano de aquellas trágicas jornadas, es decir, introducirme en la batalla de Brunete a través del testimonio y la memoria de algunos de los muchos soldados de uno y otro ejército que se vieron inmersos en aquella locura. A lo largo del mes de julio, a modo casi de liturgia historiográfica, he recorrido algunos de los escenarios en los que se desarrollaron los  combates más duros. Son lugares que he visitado decenas de veces a lo largo de los últimos años, pero, en esta ocasión, he querido preparar mis visitas, enriqueciéndolas con la lectura detallada, tanto de la documentación militar generada durante la misma batalla por las unidades militares que participaron en ella, como de los recuerdos de combatientes, algunos conocidos, otros anónimos, que dejaron constancia de sus experiencias en aquél tórrido y sangriento verano de 1937.

He de decir que, por mucho que se haya podido leer sobre los combates de Brunete, nada proporciona tanta información y comprensión sobre lo que debió de suponer aquella batalla, como el acercarse en el mes de julio a los mismos escenarios en los que ésta se desarrolló. Solo así puede uno hacerse una ligera idea del calor, la sed, la desesperación, el coraje, el miedo, la locura… que debieron de experimentar y sentir quienes participaron en los combates. Eso sí, es imprescindible contar con abundante agua y ropa adecuada para protegerse del intenso sol de julio, algo de lo que carecieron la mayor parte de los combatientes que participaron en aquella batalla. 

Desde el 5 al 27 de julio de 1937, la bolsa de terreno comprendida entre el río Perales y el Guadarrama, se convirtió en un verdadero infierno. Una estrecha franja de unos 13 kilómetros sobre la que se  volcó toda la furia de la guerra, alcanzándose tintes apocalípticos. En esa reseca planicie se coaguló la sangre de cientos de combatientes nacionales y extranjeros que cayeron, muertos o heridos, bajo los efectos de las balas, los carros de combate, la artillería y la aviación. Encinares, pinares y dehesas ardieron en incontrolados incendios que carbonizaron todo lo que encontraron a su paso, incluidos los hombres y materiales que intentaron buscar protección entre sus espesuras para ocultarse de los observatorios enemigos. Los pequeños pueblos, con la mayor parte de sus edificios construidos en adobe y ladrillo, fueron literalmente devastados y reducidos a montones de ruinas y escombros. El paisaje se llenó de cadáveres abandonados que, en poco tiempo, con temperaturas que superaban los 40º, se hinchaban y ennegrecían, convirtiéndose en festín para las moscas e impregnando el ambiente de un putrefacto hedor que se mezclaba con el acre e irritante olor a trilita, con las  numerosas y densas columnas de humo negro, y con el asfixiante calor del verano madrileño, creando una atmosfera espesa e irrespirable.

Topónimos como Brunete, Quijorna, Villanueva del Pardillo, Villanueva de la Cañada, Villafranca, Romanillos, Los Llanos, El Mosquito, La Bellota, El Olivar, Loma Quemada, Loma Artillera, Loma Fortificada… quedarán para siempre vinculados con la terrible batalla que en ellos se desarrolló. Recorrer hoy en día estos lugares conociendo la Historia que en ellos tuvo lugar constituye una interesante experiencia. Algunos sitios han sufrido una profunda transformación, otros, parecen haber quedado detenidos en el tiempo, conservando trincheras y otros restos bélicos que aparecen a simple vista sobre el terreno y, todos ellos, de una manera u otra, han quedado  impregnados por los sucesos que en ellos tuvieron lugar, conocerlos, convierte las visitas a estos lugares en encuentros directos con la Historia, consiguiendo descodificar, interpretar y entender parte de sus secretos y produciendo diversas sensaciones y sentimientos.

A continuación, presento una pequeña selección de testimonios de personas que participaron en la batalla de Brunete, para, a través de ellos, intentar seguir el desarrollo de la misma, pero, en  lugar de desde el punto de vista frío, objetivo y distante del historiador o investigador, desde las emociones, los recuerdos, los sentimientos de algunos de sus protagonistas. Sirva esto como pequeño recuerdo y homenaje a los miles de combatientes que, hace ahora 75 años, se vieron arrastrados por la brutalidad y la atrocidad que supone una guerra.

Noche del 5 al 6 de julio. Las unidades republicanas que deben de iniciar la ruptura del frente y la incursión en territorio enemigo se ponen en marcha desde sus bases de partida. Contamos con diferentes testimonios de como era aquella noche y de los primeros movimientos de las tropas republicanas:

“(…) persistía el calor a pesar de lo avanzado de la tarde. El termómetro marcaba 30º a la sombra. Los árboles solitarios, atormentados por la sed, inclinaban abatidos sus mustias hojas, la tierra se había secado y en algunos lugares presentaba grietas. El aire, pesado y pegajoso, era difícil de respirar. También nuestro uniforme (la camisa tupida, la boina, los pantalones de burdo paño, las pesadas botas de gruesa suela, la funda de la pistola), con semejante calor parecían de plomo.”  (Rodimtsev, asesor soviético de la 11 D republicana).

“(…) los hombres con la mirada recelosa, los nervios a flor de piel, se preparaban entre silencios y ocultaciones tras el negro muro de la noche para en un instante cualquiera, al impulso de una voz autoritaria o de un disparo, desencadenar un furioso huracán de fuego, de destrucción y de muerte, rompiendo, desgarrando la tranquilidad y el silencio de una noche de verano que más invitaba a pasear por todos los horizontes del amor y de la felicidad.” (M. Sobrino Serrano, médico republicano de un hospital de primera línea).

 “La noche era caliente. La camisa empapada de sudor, se me pegaba a las costillas. Los muchachos iban casi dormidos (…) Conforme avanzábamos, el terreno se iba haciendo más movido. Dejamos el suelo firme de una cañada de ganado y empezamos a caminar por unos rastrojos secos. Las botas se hundían más y el paso era cansado. De delante a atrás fue corriendo una orden: ¡Más aprisa! Las filas se habían abierto. Se oía el resuello de la gente y el ruido de las pajas aplastadas por las botas. A la izquierda, sobre unos cerretes que se recortaban en el cielo, aparecían y desaparecían figuras de hombres que llevaban la misma dirección que nosotros. Eran los flanqueos móviles. A la derecha se levantaba un cerro alto. Corrió una orden de delante a atrás: ¡Silencio…! Estamos cruzando las líneas enemigas.”  (Soldado de la 100 BM).

A lo largo de aquella noche, las vanguardias republicanas se infiltran en las líneas enemigas sin despertar la alarma entre las guarniciones franquistas que cubren el sector. Antes del amanecer del día 6, el pueblo de Brunete es rodeado por las tropas de Líster. Hacia las 5:30 horas se inicia el ataque, pillando desprevenidos a sus defensores que, totalmente desconcertados, se ven copados por una arrolladora fuerza que les hostiga desde todas las direcciones. Un soldado de la 100 BM recuerda el momento del asalto:

“¡Adelante, adelante sin parar! Las voces de los oficiales se alzaron sobre el murmullo de la masa de hombres al cambiar la formación. Los sargentos empujaban a los rezagados. Los Comisarios daban consignas políticas con las pistolas desenfundadas. Volvió a producirse una explosión, luego otra, y vi pasar una camilla con un herido. La sangre dejaba un rastro por el camino. Los camilleros corrían agachados (…) Las palabras del Comisario se perdieron entre el estruendo de una granizada de disparos. Tiraban nuestras ametralladoras contra Brunete. Desde el pueblo y desde el cementerio contestaban al fuego (…) Cuando nos dieron orden de avanzar nos lanzamos todos a la carrera contra las primeras casas. Ya no tiraba nadie. Por la carretera y desde el cementerio vi lanzarse a otras fuerzas, precedidas de tanques, sobre el pueblo. La victoria era nuestra.” (Soldado de la 100 BM).

Con algo de retraso sobre el horario previsto, fuerzas republicanas de la 46 D inician el ataque contra Quijorna  y Los Llanos, en donde se producirá una resistencia numantina que retrasará  y trastocará los planes republicanos. Pedro Mateo Merino era el jefe de la 101 BM, una de las unidades republicanas que se lanzan al asalto del vértice Los Llanos :

“La noche tocaba a su fin y aún había por delante casi media hora de caminar por terreno escabroso y desconocido antes de llegar a la línea de ataque. Apremiaba el tiempo. Empezaba a clarear, dibujándose confusamente las sinuosidades del terreno. Había que acelerar el paso y lanzarse al asalto desde la marcha si no queríamos caer bajo la observación y el fuego mortífero del enemigo antes de penetrar en el barranco paralelo al frente (…) Empezó el asalto y se generalizó el tiroteo. Desde las trincheras cayó una lluvia de granadas de mano (…) Había comenzado la operación en nuestro sector, sin haberse logrado la sorpresa.” (P. Mateo Merino, jefe de la 101 BM).

Mientras tanto, en el interior  de Quijorna salta la alarma entre la guarnición del pueblo:

“¿Dormí, soñé, pensé…? En verdad no lo recuerdo, sólo recuerdo, sólo sé que fui despertado antes de amanecer, luego algo dormí; todo eran prisas, órdenes, voces de mando de nuestros oficiales: daos prisa, a formar, vamos corriendo, no olvidar el fusil, no olvidar las bombas de mano ni la cartuchería. Las dos falanges estaban formadas antes de cinco minutos, con todos sus pertrechos de guerra, aunque sin impedimento ni macutos. Todas estas órdenes las recibíamos de nuestros dos alféreces, aunque también estaba presente el teniente Caparrini (…) No habían pasado diez minutos desde que nos tiraron de la cama y ya estábamos en las trincheras.” (C. Revilla Cabrecos, soldado de una de las Centurias de Falange que guarnecían Quijorna).

Villanueva de la Cañada, que resistirá heroicamente durante toda la jornada, es atacada también con las primeras horas del alba. El asalto es precedido de una intensa preparación artillera. El inicio de esta preparación artillera es contemplado desde la distancia por M. Sobrino Serrano, médico republicano:

“Aún no se había despertado el día cuando, de improviso, se oyó el fuerte estampido de un cañonazo cuyo eco fue rebotando entre el cielo y la tierra hasta perderse en la profundidad del infinito. Esto fue la señal para que inmediatamente después empezase el tiroteo crepitante de la fusilería, el intermitente de las ametralladoras y el seco estampido de las bombas de mano alternándose con las roncas explosiones de los morteros que fueron propagándose rápidamente por todas las líneas del frente. Las llamaradas de las explosiones, que parecían incendiar la noche, iluminaban algunas parcelas del firmamento con relámpagos fugaces que se entrelazaban continuamente. Era como si todo el cielo, transformado en un gran espejo, reflejase el resplandor de una gran hoguera.” (M. Sobrino Serrano, médico republicano de un hospital de primera línea).

Antes del amanecer del día 6 de julio, toda la planicie de Brunete retumba entre explosiones y tiroteos. Los Llanos, Quijorna, Brunete, Villanueva de la Cañada reciben la primera embestida republicana. La alarma y los nervios se extienden por el resto de posiciones franquistas. Un falangista de la 5ª Bandera de Castilla destinado en la Loma Artillera recuerda aquellos momentos:

“¡Qué trallazo, Dios mío! Me levanté. Alguien gritaba: ¡Que vienen, son ellos! ¡Mirad, mirad allí, en Villanueva…! Era de noche. Miré a mi reloj, pero no se veía la hora. Del horizonte, a poniente, un poco más abajo, salía una columna de fuego. Sí, era Villanueva de la Cañada (…) El ruido seguía, poderoso y firme, como si avanzara bajo la tierra que temblaba. Era como un bramido hondo y fuerte, como un ronquido de hombre cansado (…) Siguió el estremecimiento del suelo. Siguió el estampido haciéndonos vibrar a todos. Moros y falangistas se apretujaban, se empujaban para ver mejor. Entre los hombres, un silencio lleno de inquietudes y malos augurios. De Villanueva y de toda aquella parte empezó a salir un humo espeso en el que se reflejaban las llamas (…) Las llamas se extendían por el horizonte, era un espectáculo brillante, como una traca, como yo me imaginaba el infierno a mis 16 años.” (Soldado perteneciente a la guarnición de la Loma Artillera).

Los republicanos tardarán todo el día 6 en doblegar la resistencia de los defensores de Villanueva de la Cañada. A lo largo de la jornada se sucederán los asaltos al pueblo por parte de la infantería, fuertemente a poyada por la artillería, la aviación y los carros, pero, una y otra vez, estos ataques se verán frenados por la obstinada resistencia de los defensores. Harry Fisher, del Batallón Lincoln, participó en los ataques sobre Villanueva de la Cañada:

“Tras rebasar la colina marchamos con nuestros fusiles apuntando al frente; inmediatamente nos dio la bienvenida una cortina de fuego de ametralladora y fusil. Las balas zumbaban a mí alrededor y pude ver como caían hombres por todas partes. Continué corriendo unos cien metros, pero el fuego que venía del pueblo era tan nutrido que no quedó otro remedio que echar cuerpo a tierra. Estábamos en un trigal. El suelo era duro y seco. Los fascistas que disparaban la ametralladora estaban instalados en el campanario de la iglesia, desde el que podían divisar todo el campo. Desde su ventajoso emplazamiento podían batir el trigal de punta a punta (…) El fuego continuó durante horas sin amainar en ningún momento. Nosotros esperábamos atrapados en el trigal, incapaces de movernos. Los heridos gemían a gritos por el dolor y suplicaban que se les diera  agua. A medida que las horas pasaban yo también comencé a tener una sed terrible; la necesidad de agua se hizo tan fuerte que eliminó cualquier otro pensamiento o sentimiento.”  (Harry Fisher, soldado del Batallón Lincoln).

Finalmente, hacia las 21:15 h del día 6 de julio, cae Villanueva de la Cañada. Al entrar en el pueblo, los republicanos se encuentran con un ambiente desolador. El voluntario de sanidad, Peter Harrison recordaba:

“(…) un pueblo reducido a escombros… enormes cráteres producidos por las bombas y, sobre todo, el hedor de las cadáveres enemigos pudriéndose bajo los escombros, y moscas, moscas y más moscas.”  (P. Harrison, sanitario del Ejército Republicano).

Fred Thomas, componente de una batería anticarros, llegó a Villanueva de la Cañada a la mañana siguiente, quedando impresionado por la cantidad de cadáveres que encontró a su paso:

“Y ahora, después de tres semanas sin ver a un muerto, ya he llegado a hartarme. A lo largo de la carretera junto al pueblo se alienaban cuarenta muertos, nuestros y suyos. Los que habían sido sacados de los tanques quemados ofrecían peor aspecto. En las afueras del pueblo más cadáveres de fascistas.” (F. Thomas, anticarrista republicano).

Mientras tanto, los hombres de El Campesino continúan sus esfuerzos por aplastar la resistencia de Los Llanos y Quijorna. A finales del día 7 de julio, la resistencia de Los Llanos será reducida. Bibiano Morcillo, teniente de artillería del Ejército Republicano, participó en la conquista de Los Llanos:

“Ese día (7 de julio) avanzamos el asentamiento hacia el vértice Llanos, donde ya nos llegaba el fuego de la batería de Navagalamaella. La ofensiva estaba allí detenida desde el día 5. La Casa de Los Llanos, en la cima del vértice, era una especie de cortijo, defendido por falangistas. Un antitanque, oculto nos causaba bajas constantemente (nos destruyó  6 o 7 tanques), y bloqueaba el avance de la ofensiva. Estaba bien camuflado y no dábamos con él. Al oscurecer se descubrió. Disparó y Pariente vio el fogonazo desde el observatorio. Me llamó alborozado ¡Lo tengo localizado! Estaba en una especie de caseta hecha con piedras a unos 80 m de la casa. Rápidamente corregí el tiro sobre la caseta con la primera pieza y después ordené un tiro rápido de la batería. Desaparecido el cañón, nuestra infantería tomó la posición huyendo los últimos defensores. A la mañana siguiente, día 8, avanzamos el asentamiento hasta la propia Casa de Los Llanos. Encontramos la casa llena de pintadas de los falangistas, y en la caseta cercana, el antitanque destruido. Desde allí seguimos tirando, esta vez contra Quijorna, para apoyar a las tropas que intentaban su conquista. La tarde del día 9 recibimos una contrabatería terrible desde la zona de Quijorna. Nos tiraban varias baterías, con calibres diferentes. La Casa de Los Llanos y sus cercanías parecía un volcán. Tal cantidad de proyectiles caían que el paladar nos amargaba a trilita.”  (Bibiano Morcillo García, teniente de Artillería del Ejército Republicano).

Los Llanos cae al final del día 7, pero la modesta guarnición de Quijorna seguirá resistiendo hasta la noche del 8 al 9. Uno de los defensores nos describe la dramática situación que se vivía en el interior del pueblo:

“(…) llego hasta la iglesia y no puedo entrar, mejor dicho, no lo considero oportuno al estar llena de heridos colocados en todas las posiciones, sentados, de rodillas, tumbados, y quizá algún muerto sin poder haber sido atendido. En el camino que recorro hay muchos muertos, en la calle, en cualquier esquina y muchos más en los alrededores de la iglesia. Ello me hace suponer que los que en ella morían les sacaban sin miramientos y los dejaban en cualquier lugar. El espectáculo era de lo más desagradable para la vista y para el olor, ya que había algunos en completa descomposición, nada raro dada la temperatura que reinaba en aquellas fechas (…) Estamos en el tercer día consecutivo de ataque, sin el más mínimo respiro. Eran muchos los que ya habían dado su vida y muchos más habían sido heridos; muchos heridos habían sido evacuados, pero los muertos, muertos estaban, y la mayor parte de ellos en el mismo sitio en el que habían caído; únicamente si lo habían sido en las trincheras habían sido retirados para no impedir la circulación por  las mismas ( …) Los numerosos incendios que provocan agravan nuestra situación, que unido a la enorme cantidad de metralla que no ha dejado de caer hasta las once de la noche, tanto de artillería como desde los aviones, hace que se eleve enormemente el número de muertos y heridos, de tal forma que los médicos se ven impotentes para atender a todos, con la dificultad de no tener medios y mucho menos lugar seguro, ya que la iglesia está al completo y, por otra parte, sigue recibiendo muchos impactos dirigidos a poner fuera de servicio a la mortífera ametralladora emplazada en su torre. Ya de noche, además de los incendios, las bombas luminosas que han arrojado indican perfectamente el lugar que tienen que bombardear, y desde las doce hasta las dos de la madrugada sus aparatos vuelan a baja altura y machacan nuestras posiciones, pero nosotros seguimos firmes (…)” (Soldado defensor de Quijorna).

Uno de los puntos en los que los combates fueron más intensos fue el cementerio de Quijorna. Arthur London describió uno de los asaltos, proporcionándonos una idea de la dureza de los combates:

“Los republicanos consiguieron aproximarse al muro del cementerio, pero un fuego infernal contuvo su avance. Bajo un sol implacable, los soldados permanecieron echados sobre el terreno descubierto donde era imposible resguardarse del fuego certero de los moros. El grupo de choque fracasó en sus intentos de aproximarse al muro para lanzar contra los defensores granadas de mano. Entonces, la batería republicana Anna Pauker entró en acción y bombardeó el cementerio. Fracasó, sin embargo, el primer ataque apoyado por tanques. En el segundo asalto, el comandante del batallón, Gustav Kern, se puso a la cabeza de sus soldados que, junto con sus camaradas españoles, se lanzaron fogosamente contra los moros. El tiro de éstos abría brecha en las filas republicanas que, a pesar de ello, continuaron su avance con desprecio de la muerte. Los primeros combatientes consiguieron lanzar granas de mano por encima del muro del cementerio. Las tumbas saltaban y los esqueletos desenterrados se mezclaban con los cadáveres recientes. Los moros fueron arrojados del cementerio que fue ocupado por los republicanos; pero la muerte de Gustav Kern creó un momento de confusión y el enemigo aprovechó para contraatacar.”   (A. London).

Las bombas caen sobre Quijorna de manera casi ininterrumpida, los defensores solo cuentan para protegerse de los bombardeos con las precarias trincheras y las pocas cuevas que existen en algunas de las casas del pueblo, colapsadas éstas de heridos que apenas pueden recibir atención médica. Uno de los defensores nos narra su dramática experiencia al intentar buscar refugio en una de estas cuevas:

“Era imposible calcular el número de heridos que había allí, pero seguramente se aproximaría a los cien, y no lo pude saber no sólo porque no los conté, sino porque me quedé sentado en la misma entrada de la cueva, y ello fue mi salvación. Sigue el ataque enemigo, desde la cueva se oye el fuego de todas las armas y como complemento emplea la aviación. Oímos ruido de motores, inconfundible, y pronto las explosiones de las bombas, que por el ruido ensordecedor y la trepidación del suelo han debido de caer cerca de nosotros, en el centro del pueblo, acertando a los pocos momentos con la cueva (…) Fueron momentos que mi pluma no acierta a describir. Imagínenselos. La casa se había hundido, según vi después, y como consecuencia, la cueva. Nos encontrábamos envueltos en tierra al haber sido sepultados en vida. Era tal el polvo que la explosión había levantado, que al no poder respirar me ahogaba, me moría o angustiaba por momentos, quizás por segundos; pasado el ruido de la explosión y con la marcha de los aviones, el silencio se hizo sepulcral; al no hablar nadie, creí que sería el único superviviente. No oía respiraciones ¿Qué pasaba? ¿Todos habían muerto? (…) Estábamos en guerra sabiendo los sufrimientos que trae consigo, pero nunca imaginé que me encontraría en esta situación. Podía caer herido o morir en un avance o en una trinchera, pero jamás pensé morir por asfixia, solo, sin ningún auxilio material ni espiritual (…) Aguanté todo lo que pude la respiración, cerré la boca, me tapaba la nariz durante breves momentos, que parecían interminables, hasta… que vino un rayo de luz, un rayo de esperanza, un rayo de salvación, es cuando me doy cuenta que no estoy solo, que viven más, que otros han debido de hacer lo mismo que yo, ahorrar energías, respirar lo menos posible, no hablar, esperar, esperar… Aquella luz penetró, acompañada de una ráfaga de aire, por la puerta que había sido entrada de la cueva ¿Qué pasó? Debido a la naturaleza del terreno, pasados los primeros momentos, la tierra, deslizándose, va cubriendo huecos por la entrada, o sea, que venía hacia nosotros, pero al mismo tiempo dejaba libre un poco de espacio por donde entraba la luz y el aire (…) En estas condiciones empezó un trabajo de zapa, los que podíamos, entre ellos el médico, y con nuestras manos haciendo de pala fuimos retirando la tierra que se nos venía encima, logrando en poco tiempo hacer un hueco por el que podía pasar una persona y, arrastrándonos sobre la tierra, nos deslizamos hacia el exterior, a cielo abierto, tras aquellos momentos infernales. De esta forma salvamos la vida unos cuantos, no creo pasarían de diez; los demás allí quedaron para no despertar jamás.” (Defensor de Quijorna).

Quijorna cae en la noche del 8 al 9 de julio. Al igual que había sucedido en Villanueva de la Cañada, los republicanos encuentran un espectáculo desolador, tanto en el interior del pueblo, como en sus alrededores:

“El espectáculo era horrible. Estuvimos retirando heridos todo el día. El número de muertos era muy grande y el olivar estaba cuajado. Sobre algunos cadáveres habían pasado los tanques y aparecían desfigurados, aplastados, desmembrados. Sobre las lomas, desde las que habían partido los asaltantes, había también docenas de cuerpos inanimados. Dentro del pueblo estaban los muertos del enemigo, y también sobre los caminos, que habían defendido con un valor increíble. En la torre, muerto, con un fusil ametrallador y muchos miles de vainas vacías, había un moro, no una mujer como nosotros creíamos. Durante todo el día anduvimos llevando heridos, y, cuando se acabaron, nos agregaron a un batallón que se encargaba de echar tierra encima de los muertos. En algunos sitios se hicieron zanjas donde los íbamos echando. Se mascaba el olor a carne podrida. No pude comer hasta tres o cuatro días después. Ahora mismo no puedo ver un filete que no esté muy frito; aun me dan arcadas... Todavía sueño con la carne verdosa, con los ojos abiertos, con los miembros que se desprendían...” (Sanitario republicano de la 46 D).

FIN DE ¡BRUNETE! (PRIMERA PARTE)
CONTINUARÁ…

JAVIER M. CALVO MARTÍNEZ

Fotografía: Campo de batalla (JMCM, 2012)